De los escombros
Ilustración digital. 2024
Ricardo Mesado Montesinos Y Marta Ballester Portero
En Julio del 36 el inicio de la Guerra Civil sacudió toda España y aunque las noticias tardaron en llegar a Jérica, llegaron. La gente se concentraba entorno a las radios y periódicos de días anteriores para poder comprender lo que pasaba. Cada uno se posicionaba en un lado o en otro, y todos daban su parecer sobre cómo iba a acabar aquello.
De la capital llegó un grupo de gente que, gritando frases contra la Iglesia y el fascismo, buscaron a doce curas, hijos todos del pueblo y sin dudarlo los fusilaron. La guerra había empezado a manchar de sangre las calles de Jérica.
A los pocos meses de que todo empezara, las quintas fueron llamadas a la guerra. Los jóvenes del pueblo, con la inconsciencia de quien ha vivido poco, subían la avenida dirección a la estación, bajo la mirada de quienes se quedaban, madres, padres, hermanas, celebraban como si aquello de la guerra fuese una fiesta. “Dos duros y un chusco”, decían.
Teruel se heló en las últimas semanas del 37 y primeras del 38, y allí, metidos de lleno en ese frío, los jericanos fueron testigo de una de las batallas más duras de toda la guerra. El ejército sublevado tomó Teruel y rompió el frente de Aragón, los republicanos a duras penas retrocedían terreno intentando frenar el avance. Ahí, en ese intento desesperado por frenar al ejército sublevado, aquellos que escaparon de Teruel participaron en la creación de trincheras en la zona de la Puebla de Valverde y alrededores. Pero el avance era imparable, y las tropas, exhaustas, se disgregaron y los vecinos de Jérica volvieron a sus casas.
La guerra ponía su mirada en Valencia. El ejército sublevado, tomando como referencia la carretera nacional, pretendía plantarse en las puertas de Valencia a las pocas semanas. Y es en ese momento, con el objetivo claro, cuando las tropas avanzaban sin detención sobre Jérica, que empezaba a escuchar cerca el sonido de la guerra.
El gobierno republicano, como última opción, puso todas sus energías en intentar detener el avance. Para ello, se decidió crear un cinturón defensivo allí donde la geografía fuese más propicia, es decir en el Valle del Palancia, quedando Jérica en el corazón de las defensas. Las trincheras recorrieron el Bolaje, Novales, las Perdigueras, el Rabosal, la propia Jérica, la Vegatilla y Benaval. Esta línea era la última oportunidad del ejército republicano, y de ahí su nombre, “XYZ”, porque detrás ya no quedaba nada.
Las calles del pueblo fueron ocupadas por los soldados republicanos, que tras escapar del frente, se encargaron de levantar las defensas. Estos soldados vivieron en las casas de los vecinos, unos vecinos que, intentando salvar su propia miseria, debían proporcionarles comida y cama, a cambio de nada. Una convivencia que hacía que la vida en guerra fuese una realidad.
En julio del 38 la guerra golpeaba a Jérica, y lo hacía de la forma más violenta posible. Mientras refugiados de las tierras de Aragón que huían de la guerra descansaban en la plaza, aviones del ejército sublevado aparecieron por el horizonte, entretanto en la Torre se escuchaba el volteo de las campanas, avisando de lo que iba a suceder. La ignorancia del pueblo hacía llamarlos simplemente “Pava”, por el ruido que hacía. Los bombardeos se sucedieron durante días, y tal fue su frecuencia que los vecinos aprendieron que, escuchando los motores, podían saber si el avión iba cargado o no. Para escapar de las bombas los vecinos huían, con el corazón en un puño, al campo, o se escondían en los refugios que como el de la plaza de San Juan, se repartían por todo el pueblo.
Y el frente se detuvo en Caudiel. Los vecinos escucharon un bando del Alcalde, todo aquel que se quedara tenía que atenerse a las consecuencias. La vida se volvía cada día más insoportable y muchas familias decidieron poner tierra de por medio, dejar atrás las casas que les habían visto nacer y huir de la guerra. La mayoría, por miedo a los bombardeos, y con el recuerdo del horror que las bombas habían causado, decidió no tomar la carretera nacional, y en su lugar ir por el camino de la Cueva Santa, que de forma directa les hacía salvar la Sierra Calderona por Montemayor e iniciar su último tramo de viaje alejados del peligro de la guerra. Cada uno se buscó su propia salida. Muchos llegaron a Valencia y se concentraron en la plaza de toros, que servía de refugio momentáneo para quienes no tenían a donde ir. Otros, en otros lugares, buscaron familiares, amigos o conocidos que les ayudasen a sobrevivir, porque aquello no era otra cosa, que sobrevivir. Y allí, alejados de sus casas, con toda su vida dejada atrás, esperaban hartos el fin de una guerra que empezaba a hacerse insufrible.
Tras la Batalla del Ebro todo quedó claro. El uno de abril del 39 cayó el ejército republicano, cuyos soldados, o intentaron poner tierra de por medio marchándose al exilio o sin saber lo que les esperaba, volvieron a sus pueblos.
La noticia del fin de la guerra fue un soplo de esperanza para aquellos que habían tenido que marcharse de Jérica. Tenían ganas de volver a ver la torre, de volver a pisar las calles que les habían visto crecer, porque allí habían dejado toda su vida, un pasado y un futuro, y tenían miedo por lo que se podían encontrar. Pensaron en lo peor y no se equivocaron, el pueblo estaba destruido. Las casas, aquellas que quedaban en pie, estaban desvalijadas, sin puertas, sin ventanas, sin nada dentro. Los animales muertos y los campos perdidos. Aquello era desolación y miseria. Se marcharon con lo poco que tenían, y con lo poco que tenían volvieron, y allí, entre los escombros, se dieron cuenta que ese poco era lo único que les quedaba.
Pero entre los escombros siempre se filtra un rayo de luz. Y es desde ahí, donde los niños pequeños, con su inconsciencia, vieron un lugar perfecto para jugar. Donde los mayores, haciendo cara al hambre y la miseria, con sus manos se apresuraron a levantar sus casas intentando dejar el pasado atrás.
Fue la historia común de un pueblo que, tras ver el horror de la guerra y huir sin poder mirar atrás, volvió a Jérica y supo vivir.