Del obrador y la artesa
Masa Madre. Acuarela sobre papel. 100x70 cm. 2024
CLOTILDE BERGANZA NAVARRO
La infancia es una etapa de la vida a la que recurrir cuando evocamos vivencias, recuerdos, sensaciones… y dentro de estas sensaciones el olor a pan recién hecho me traslada directamente a ella. Cuando algunos recuerdos se me desubicaban en el tiempo mi madre, ya nonagenaria pero con una mente muy lúcida, me recomponía el puzzle.
Hija y nieta de panaderos, conocí el oficio desde el obrador hasta el despacho de pan. Todo empezaba cuando mi padre, al atardecer, decía:
—¡Me voy a refrescar!
Algo que me llamaba muchísimo la atención. Si todavía no era la hora de amasar, ¿qué hacía? ¿y para qué? Se trataba de hacer crecer la levadura madre.
Y es que el oficio de panadero es un trabajo duro. El horno “moruno” - de origen árabe - se tenía que calentar con leña, barrerlo y después limpiarlo, y para mantener más tiempo el calor estaba la hornilla. Más tarde, cuando el pan salía del horno, se limpiaban los restos de cenizas con unas escobillas y, como se trataba de un trabajo nocturno, si fallaba la electricidad estaba el carburero.
Del obrador recuerdo utensilios como el tall, el cernedor, las palas largas y cortas, las básculas -una grande y otra pequeña - y la balanza, e incluso máquinas como la amasadora o la divisora. También me viene a la memoria cómo mi padre “iñía” el pan con ambas manos y, después de reposar, lo plegaba. Poco después y antes de entrar el pan al horno había que cortarlo con uno, tres o cuatro cortes, dependiendo del tamaño y la forma del pan.
Y del obrador, al despacho. Allí todo era blanco: los azulejos, el mármol del mostrador, la vitrina- expositor, el peso, y hasta el delantal de mi abuela. Todo era blanco.
Junto a mi abuela aprendí a modelar con el material que más a mano teníamos: la masa del pan. Con la imaginación, habilidad y experiencia propia de cada edad - las de mi abuela y mía - hacíamos figuritas, muñecos con vestidos, casitas…y, por supuesto, panecillos, rollitos y todo lo relacionado con la panadería. Después, a hornearlo. ¡Qué suerte la mía!, las figurillas aguantaban unos cuantos días.
Pero en mi vida me encontré a otra abuela que, sin ser de sangre, me crió y me malcrió (todo sea dicho). Con ella pude aprender cómo se elaboraba el pan en las casas, y allí estaba la artesa con su escalerica, el cernedor y todos los utensilios de amasar. La masa madre la guardaba en una jarrica pequeña.
Después de hacer la masa la colocaba en las maseras y la tapaba con el mandil. Eso sí, antes de taparla se santiguaba y hacía la señal de la cruz sobre la masa. Me consta que incluso, algunas mujeres, rezaban una oración con el fin de que ese masijo acabase siendo un buen pan. Fermentada la masa, se formaban las barras de pan y se colocaban en el tablero para llevarlas a cocer al horno con el tamborino, el marcador y la pala. Con la masa sobrante nos hacía “borreguicos”, ¡unas pequeñas figuras de pan que me encantaban!
Con este pequeño y humilde escrito quiero rendir homenaje a la memoria de mis abuelas y, en especial, a la de mi padre, que en diciembre de este 2023 hubiese cumplido 100 años.